Me tiembla el meñique cada vez que intento escribir sobre ti. Palabras
sin oídos. Palabras sin remitente. Nunca estás. Nunca has estado. Mi
conciencia se empeña en preguntarse qué he olvidado por el camino, qué
me faltó por hacer. Yo se que nada. Tú lo sabes también. Vulgaridades
entre sábanas, un sinsentido tras otro, a chorro, a presión, sin
retorno. Cuando ya está todo fuera no queda nada para dar. Me da pena la
próxima persona que quiera compartir un trozito de su vida a mi lado.
Me da pena estar escribiendo esto. Me enerva pensar más en tí que en mí,
en lo tuyo que en lo mío. Sigo viendo arte en todas las parades, coches
azules en cada carretera, botellas de sidra en todas las neveras, te
veo de espaldas en cada chimenea, en cada espejo de cada baño. Oigo a
Julieta y recuerdo la banda sonora de aquel musical infinito. Mi abuela
no para de rellenar huevos y yo no paro de pintar estupideces, además de
escribirlas. No abro nuestros álbumes por pavor absoluto. Pero cada
puto trece me apuñala. Huelo a pueblo hasta en la ciudad más
cosmopolita. Recuerdo el verde de los parques italianos, tu pecho
tatuado, cada centímetro de aquel ser alado. Necesito volar y no se
cómo. Necesito volar y ya no estás. Todavía me estoy despidiendo. Igual
necesito algo más de tiempo. Igual esto aún no ha acabado porque yo no puedo apagar e irme.
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